Lo fácil fue sacarlos a las calles; lo complicado será regresarlos a los cuarteles. Desde que Felipe Calderón, el genocida, le declaró la guerra al crimen organizado, fueron muchas las voces que se alzaron para advertir que esa estrategia lo único que podría traer sería más violencia y el seguro desprestigio de las ya de por si desprestigiadas fuerzas armadas. Calderón no escuchó; tenía una agenda que cumplir. Esa agenda era dictada desde los grandes poderes económicos y le dictaba empezar a sembrar terror entre la población, con dos finalidades: destruir el tejido social y obligar a la población a someterse ante los hombres armados, para que no se resistieran ante las reformas que estaban a punto de ser implementadas en el país. Hoy, los sicarios de las fuerzas armadas, están en el ojo del huracán; implicados en casos graves de violaciones a derechos humanos y sin que exista nadie que pueda, en este momento, regresarlos al lugar de donde no debieron salir jamás.
