nada que

Una lucha empieza así: disiento.

Disiento cuando dejo de creer en tu himno:
no, patria, no soy un soldado que Masiosare
en cada hijo te dio,
no soy un hijo de ningún concepto nacional
aunque retumben en sus centros la tierra,
porque no puedo estar a favor de tanto
bélico acento.

Cuando dices que los índices de pobreza
están bajando, mientras el señor de los mazapanes
a la vuelta de mi oficina
me grita “tengo hambre”, como si me culpara,
justamente, yo disiento.
Cuando la imagen del señor
de los mazapanes se me confunde
en la cabeza con la del señor
de los cielos, y me dices que vamos ganando
escaños del progreso, la lucha contra el narco,
la guerra contra las drogas, yo disiento.
Cuando veo que es más fácil en este país
conseguir mota, perico, pastas, polvo, piedra
que una hoja rosa del IMSS,
que una ficha para la universidad,
yo disiento.

Yo disiento de tu versión de la salud
como enfermedad que se cura a balazos.
Yo disiento de tu versión de la educación
que deja a las mentes más brillantes
de mi generación
condenados a empleos de telemarketing
o viviendo con sus padres hasta los 30,
cogiendo sin hacer mucho ruido,
porque la gente se acostumbró a sentir
desde hace muchos años
que no debe hacer mucho ruido:
que es mejor pasar frente a los extraños
en las calles sin saludar, sin decir “buenos días”,
que es mejor no voltear a ver a nadie en la calle,
en el metro, en las carreteras,
que ser inmorales nos vuelve chingones,
que ignorarnos nos hace más fuertes,
que el miedo nos prepara mejor
para enfrentar una guerra civil
que tú nos provocaste criminalizando
a los jóvenes, especialmente de noche,
cuando las señoras se cambian de banqueta
porque te ven con el pelo largo
y con tu morral de la UNAM.

El único lujo de los jóvenes ha sido la esperanza
e incluso la esperanza nos la venden a crédito y cara,
nos ven la cara como se la vieron a nuestros padres
y los dejaron embarrados en una clase media
más media y mediocre, como pollos hacinados
en sus jaulas mamando televisión
hasta ponerse gordos, hasta volverse zombis,
deseando una tele más grande,
una tele más grande
para ver unas mentiras más grandes
en alta definición, y un coche más grande
para no tener a dónde ir, porque las carreteras
son intransitables,
y un miedo más y más grande vendido y cobrado
en abonos chiquitos para pagar poquito
hasta que todos aprendieron que era más seguro
no hacer ruido,
quedarse calladitos sin correr,
sin gritar, sin empujar,
para sentir igual, para sentir en los huesos
el mismo miedo sordo igual.

La política nos ha robado las palabras:
se ha metido al saco la palabra pueblo,
la palabra comunidad, la palabra
compromiso, la palabra solidaridad.
Política ya no es intercambiar opiniones
porque no tenemos
porque ya no sabemos pensar
por nosotros mismos.
Sociedad ya no es hablar con el otro,
construir comunidad con el otro,
sino un programa estatal de mejoramiento
y planeación y planificación
para la organización comunitaria
de redes intergubernamentales
e interinstitucionales
para el saneamiento y la pudrición
de la conciencia.

Disiento, cuando me dices que los
121 mil muertos, hasta 2014,
y contando,
son bajas colaterales.

Stalin pensaba como tú,
cuando decía que
“la muerte de un hombre es una tragedia
pero la de millones es estadística.”
Disiento cuando me dices que los muertos
caben en una cifra, en un coste,
en un gasto de producción de la paz,
que la paz sólo se produce
con el miedo de los niños
acodados y cantando debajo de las bancas
mientras las balas pasan rasando por las paredes
y se incrustan en el pizarrón.
Disiento cuando acribillas las palabras
que 121 mil personas no dirán.
Disiento cuando me dices que la violencia
es el precio de la paz.
Disiento cuando me dices
que la escalada de violencia
es en nombre de la felicidad,
de la unidad, de la prosperidad nacional.
Disiento cuando me haces caminar
con una navaja en la bolsa
por las calles oscuras
cuidando en el rabillo del ojo las sombras
de otros que tienen tanto miedo de mí
como yo de ellos.

Disiento cuando haces que una persona
tenga miedo de otra persona.
Disiento cuando dices que respetas
la diversidad de opiniones
y vamos cada vez más cerca del primer lugar
en periodistas asesinados por metro cuadrado.
Cuando ejercer el testimonio cuesta la vida.
Cuando llamas a los jóvenes “porros,
huevones, flojos, anarquistas,
ninis, revoltosos,
porque salen a la calle
a tomar las calles
que siempre fueron suyas.

Disiento porque tu plan no es perfecto,
porque no contabas con nuestra astucia,
estimado presidente, estimado dirigente sindical,
estimado líder charro y petrolero,
estimado burócrata ahogado en el reloj del tedio.

Yo sé que todo va a estar bien
porque no estoy solo,
porque somos muchos,
los que vamos a hacer
que todo esté bien,
ve mandando hacer un disenso
de población con el Inegi,
les prestamos nuestras manos
para que nos cuenten, les prestamos
nuestros dedos y cada uno
de nuestros cabellos: somos mayoría
los vivos, los no acarreados,
los no abanderados del discurso oficial,
los abanderados del no, la escolta del no,
saliendo a la calle por primera vez,
protagonistas de la multitud anónima
aprendiéndose las consignas
en tu contra,
disintiendo, como bien pueden,
con traje de oficinista, con los niños cargados,
con la bolsa del mandado,
sin miedo porque están entre gente,
y yo ya no le tengo miedo a la gente,
y mucha gente ya no tiene miedo de la gente,
y ya no tenemos miedo de estar vivos
porque estar vivo en México
es un acto subversivo,
porque estar vivo en México
es una conspiración de la vida
una insurgencia de vida,
porque poner un pie en el asfalto
caliente del país es habitarlo,
es la responsabilidad de la huella
en el atolladero de la sangre,
un disentimiento cuando digo que mi país
empieza aquí, en este metro cuadrado,
y tú eres mi país, y tú eres mi país, y tú eres mi país
y de este metro cuadrado me hago cargo yo,
este metro cuadrado será también mi tumba,
en este metro cuadrado soy un peligro para México,
soy de este país que está debajo de mis pies,
no pasarás, no pasarás,
no pasarás.

 

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