La consigna es: «¡Mátenlos, no importa que sean inocentes o culpables!». Nos queda claro que los sicarios de azul o los de verde, que trabajan para el mal gobierno y se hacen llamar «Fuerzas de Seguridad», tienen una orden precisa de cometer actos de barbarie como estos. No es uno, no son dos, ni tres, ni siquiera cuatro o cinco; son decenas de ejecuciones sumarias (de las que nos hemos podido enterar) que se llevan cometiendo desde hace años en el país. Quedó muy lejos aquél sentido de JUSTICIA que tendría que prevalecer en un país democrático (México, con esto, prueba que no lo es); donde detener a los delincuentes, presentarlos ante un Ministerio Público y que sea un Juez quien dictamine su culpabilidad, es algo que ha dejado de ocurrir y ahora, lo que se hace, es ejecutar a los presuntos delincuentes.
Tuvo que ser, nuevamente, desde un medio extranjero, que lo que todos vimos, se presentara ante el pueblo de México. Mientras los medios de paga de éste país callaron las evidencias sobre tortura, un diario (también de paga) de otro país, se atrevió a publicar las declaraciones de los familiares de las personas ejecutadas, donde afirman que a algunos de ellos, los quemaron; les fracturaron huesos; les sacaron los ojos y hasta los castraron. (Habría que preguntarnos qué intención tuvo ese medio extranjero al publicar esto, aunque eso no minimice los hechos que publicaron).
Lo que más duele en estos casos, además de la pérdida sin sentido de tantas vidas, es observar cómo el pueblo les sigue comprando esta forma inhumana de ‘hacer justicia’. Han logrado, desde sus medios, inocular en la mente de los menos aptos, que asesinar a un ‘delincuente’ (dejando de lado la presunción de inocencia) es lo único que nos queda para lograr que se acabe la delincuencia en México. No consideran que ELLOS jamás nos dirán la verdad sobre un caso tan monstruoso como este o como muchos otros; dan por hecho que los muertos siempre son delincuentes y que la pena de muerte, la ejecución en caliente, es la manera en que se debe hacer justicia. Nadie de estos menos aptos, tiene un solo elemento pericial en sus manos, ni uno solo al menos, para soportar sus alharaca y canto de guerra, pero aun así, repiten escandalosamente que «¡qué bueno que los mataron!». Son tan ilusos que no notan que están tocándose, ellos mismos, los tambores de guerra y que más tarde que temprano, alguien de su familia, amigos o núcleo cercano, se verá en una situación así. La probabilidad juega en su contra.